martes, 20 de abril de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, EL DISFRAZ Y LA DESNUDEZ

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, EL DISFRAZ Y LA DESNUDEZ



“La correspondencia de Gide con Claudel: ¡menudo espectáculo! ¡Qué ridículo se ha vuelto todo esto en los últimos años! Lo que hace reír no es el diálogo de un creyente con un no creyente, sino el disfraz..., este disfraz de mondalité perfectamente francesa, y el hecho de que todo esté tan literalmente pulido. La ‘Maja desnuda’ y ‘La Maja vestida’, y Dios entre Monsieur Gide y Monsieur Claudel. ¡Cuánta ingenuidad en este refinamiento! (...)”
“¡Quelle délicatesse des sentiments! El verdadero autor de esta correspondencia es el servicio doméstico, porque se trata de una delicadeza mimada y acariciada por gente inferior, de un diálogo altisonante que tiene sus raíces en el populacho, aunque ya no se acuerde de ello y reine en todas partes como si viviera por su propia cuenta. De nuevo, pues, resulta inevitable referirnos a aquella verdad inferior que constituye la base de la verdad superior”

La actividad más importante de Gombrowicz en su vida, y casi única, fue escribir. Sin embargo no fue un escritor prolífico, le costaba trabajo pasar de una obra a otra, le costaba también terminarlas, el final le parecía siempre arbitrario. Esta dificultad para asomar la cabeza con sus escritos lo hacía sufrir, no tenemos que olvidarnos que Gombrowicz era más un hombre de ágora que de claustro.
Cuando empezó a colaborar en “Kultura”, la revista más importante de la emigración polaca publicada en París, con algunos fragmentos de “Transatlántico”, se le dio por escribir unos artículos en forma de diario que le gustaron al redactor: –Este género le va bien, ¿no querría usted continuar? “Un amigo me había prestado el ‘Diario’ de Gide en francés. Witold se mostraba desdeñoso con respecto a Gide: –Ese francés y sus historias de homosexuales (...)”

“Como no había leído casi nada de él, hablaba más bien de la idea que se había hecho. Insistí para que leyese el ‘Diario’, y al final fui yo el que no pudo terminar el libro porque Witold no quería separarse de él. Sus comentarios se referían a la significación de diario como género literario. Descubrió un nuevo modo de expresión, un instrumento, y reflexionaba sobre el modo de utilizarlo (...)”
Leyó el ‘Diario’ de Gide en la posición de escritor, es así como él leía siempre, como creador, como artista. Esta lectura le despertó la idea de escribir su propio ‘Diario’, tan distinto, sin embargo, al de Gide”. Este relato del Esperpento pone al descubierto que los inconvenientes que tenía Gombrowicz para cerrar la obras y André Gide dieron nacimiento a sus diarios.

Dos de los reproches más frecuentes que suelen hacerle a Gombrowicz son los de su falta de sinceridad y su histrionismo, cargos que son más bien aplicables a sus diarios que a su obra artística. Sin embargo, hay que decir que los diarios de Gombrowicz tienen una génesis particular. En efecto, los empieza a escribir porque, según lo sentía él, su empleo de bancario le impedía emprender proyectos literarios de mayores alcances.
Comienza a publicarlos cuando todavía no había alcanzado la celebridad pero, lamentablemente para Gombrowicz, la gente sólo compra diarios de escritores famosos. “Posiblemente sea injusto y algo cruel que mi alta vocación haya estado marcada por una falta de ilusiones tan terrible, por una lucidez tan implacable que me persigue todo el tiempo (...)”

“La ira que me acomete cuando pienso en un artista como Gide, ¿no estará relacionada con el hecho de que él, a pesar de todo, era capaz de leerle a alguien un texto suyo sin esa desesperante sospecha de estar aburriendo? También pienso que un poco de conciencia de lo que llamamos la importancia social del artista me hubiera sido más conveniente que esta certeza mía de ser socialmente un cero, un marginal”
Tuvo que vencer inconvenientes importantes para continuar el desarrollo de este género literario durante diecisiete años (1953-1969), diez en la Argentina y siete en Europa. “Además yo..., con mi vida... Si se suprimiera del ‘Diario’ de Gide toda la parafernalia de nombres ilustres, imagino que perdería buena parte de sus clientes. Yo me veía en el café Rex con Eisler, a quien conseguía sacar algunas monedas ganándole al ajedrez (...)”

“Mi vida secreta no poseía la fuerza ni el color que nutren las memorias de los vagabundos auténticos”. Las cosas cambiaron radicalmente cuando se mudó a Europa, allá empezó a comportarse como un mutante, como esos vegetales que adquieren el tamaño del lugar donde los transplantan. Quizás lo que ocurrió fue que se convirtió en una persona seria, en un adulto, en un inmaduro viejo.
“Hoy, por ejemplo, me levanté a las 9, me levanto temprano, desayuné y me puse a escribir una nota política, pues la grandeza me obliga ahora a tomar la palabra en asuntos de excepcional importancia”. De apuro, también, se tuvo que construir un pasado familiar, un árbol genealógico (dibujado ya lo tenía, lo había desarrollado en sus horas de ocio mientras que fingía que trabajaba en el Banco Polaco), pues la fama lo obligaba a esclarecer su pertenencia a una familia de linaje noble, según lo imaginaba Gombrowicz.

En el Rex nos decía que no podía comprender cómo Gide podía hacer tantas cosas en el mismo día: –Yo apenas tengo tiempo de escribir un par de renglones y comerme un sandwichito. Sus historias con Gide comenzaron en el año 1928, con su primer viaje a París, cuando se hizo amigo de Jules, un joven de una cultura muy refinada que conocía a Gide y lo visitaba en la casa que tenía en la isla de Cuverville.
Treinta y seis años después Gombrowicz vuelve a visitar con su imaginación a André Gide. “En Royaumont, cerca de París, pasé tres meses. Después huí del otoño, primero a la Messuguier, en la proximidades de Cannes. Alquilé la habitación donde antaño había vivido Gide. Mi senda sigue por fin la huella de los hombres que conozco bien desde hace años, como si los alcanzara físicamente post mortem, y siento en mí una voz que dice: estabas desterrado”

De Jules no se sabía a qué debía ese honor que le dispensaba Gide, si a su catolicismo, a su talento literario o a su tez melocotón, ya que Gide poseía una naturaleza tan universal como sorprendente. Tenía un gran entusiasmo por los asuntos del espíritu, no faltaba a ninguno de los grandes conciertos ni a ninguna exposición importante. “Un día fuimos al circo con Jules y las payasadas de dos clowns nos parecieron divertidas (...)”
“¿Por qué no traes aquí a Gide para que descanse un poco de sus obras maestras?; –Me gustaría, pero si se pone a llorar...; –¿A llorar? Será de risa; –No. Él siempre llora cuando algo le gusta mucho. Es capaz de deshacerse en lágrimas mirando la mejor comedia precisamente porque es buena y divertida. Me pareció grotesco y comencé a burlarme de Gide, al fin y al cabo no era la primera vez, pero Jules se ofendió”

En el año 1960 un diario de Berlín Oeste, el “Tagesblatt”, publicó una encuesta internacional a la que respondieron treinticinco grandes maestros de la literatura. Les preguntaron cuáles eran los cinco escritores que más habían influido en ellos. Entre los escritores interrogados estaban Herman Hesse, André Breton, John Dos Passos, Georg Lukácz.
Gombrowicz también figuraba en esa lista tan prestigiosa, aún vivía en Buenos Aires, acababan de traducirlo al alemán y su fama europea crecía semana a semana, en medio de la más ciega indiferencia argentina. Gombrowicz incluyó en el quinteto de los grandes maestros de la literatura a Dostovieski, Nietzsche, Thoman Mann, Alfred Jarry y André Gide.

“André Gide. Los Diarios. Tal vez porque yo también escribo un Diario... y sólo Gide ha emprendido con seriedad la elaboración de este género tan amplio y tan existencial, que habrá de prevalecer, sin duda, sobre el relato contemporáneo”.A mí me parece que entre Gide y Gombrowicz hay algo más, algo más que pasa por el camino de Sartre: las cuestiones del acto gratuito y de la representación de los sentimientos.
Para Sartre, sea como fuere, siempre hay que elegir, y si no se elige también se elige. Sartre tiene la costumbre de poner ejemplos, es una costumbre que tienen todos los pensadores que comprenden claramente lo que dicen y se sienten seguros aunque simplifiquen las expresión de sus ideas. El hombre es un ser sexuado que puede tener relaciones con seres del otro o del mismo sexo, puede tener hijos o no tenerlos, la elección que haga lo hace responsable y lo compromete con la humanidad entera.

Aunque ningún valor a priori lo determina, su elección no tiene nada que ver con el capricho. Gide teoriza sobre el acto gratuito porque no sabe lo que es una situación, él obra por simple capricho. Y aquí Gombrowicz se pone de parte de Gide, el acto de elegir es para él una nebulosa de la que no puede surgir ninguna responsabilidad. Pero la cuestión más importante era la de la representación de los sentimientos.
En esto estaban de acuerdo los tres: Gide, Sartre y Gombrowicz. Cuando un discípulo le pide consejo a Sartre durante la guerra sobre si tenía que quedarse con la madre o enrolarse en la Resistencia, el filósofo hace una serie de reflexiones. El hijo puede saber si quiere más a la madre sólo si se queda junto a ella, no lo puede saber antes. No puede determinar el valor de este afecto sino con un acto que lo ratifique y defina.

Pero el hijo le pide al afecto que justifique el acto, entonces se encuentra encerrado en un círculo vicioso. “Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que permanezca con mi madre, es casi la misma cosa.
Dicho de otro modo, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlo para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirían actuar”. Quien conozca bien a Gombrowicz sabe que podría haber puesto su firma debajo de estas palabras de Sartre, la idea de la representación de los sentimientos es el centro de gravedad alrededor del cual giran las ideas de Gombrowicz.

Gide le dio entonces más que un modelo para escribir los diarios, él también creía que los sentimientos empiezan a existir cuando se representan. Paul Claudel, en cambio, a diferencia de Gide, es un representante del catolicismo francés en la literatura moderna. Toda su obra, en la que hace alarde por extraña paradoja de simbolismo y de realismo, de complejidad y de sencillez, de polifacetismo y de profundidad, aparece informada por una honda inquietud religiosa.
Durante la mayor parte de su vida formó parte del cuerpo diplomático francés, pero se le conoce fundamentalmente como uno de los hombres de letras del siglo XX más famosos y prolíficos. Los volúmenes de poesía, teatro, prosas religiosas, libros de viajes y crítica literaria de Claudel expresan su ardiente fe en la Iglesia católica.

Utilizó con frecuencia temas que relacionaban los conflictos espirituales y la salvación del alma. “La ira que me acomete cuando pienso en artistas como Gide o como Claudel, ¿no estará relacionada con el hecho de que ellos, a pesar de todo, eran capaces de leerle a alguien un texto suyo sin esa desesperante sospecha de estar aburriendo? También pienso que un poco de conciencia de lo que llamamos la importancia social del artista me hubiera sido más conveniente que esta certeza mía de ser socialmente un cero, un marginal (...)”
“Además yo..., con mi vida... Si se suprimiera del ‘Diario’ de Gide toda la parafernalia de nombres ilustres, imagino que perdería buena parte de sus clientes. Yo me veía en el café Rex con Eisler, a quien conseguía sacar algunas monedas ganándole al ajedrez. Mi vida secreta no poseía la fuerza ni el color que nutren las memorias de los vagabundos auténticos”

Paul Claudel y André Gide son completamente opuestos como creadores y también como personas. Quizá sea eso lo que los atrae en un principio y los empuja a iniciar un intercambio epistolar bastante regular sin apenas haberse visto, en el que tratan sobre todo temas literarios y morales. Fueron éstos últimos los que provocaron la crisis, el enfado sin reconciliación y hasta el desprecio, según lo que se desprende de algunas cartas de Claudel a amigos comunes en las que habla del “caso Gide”.
Paul Claudel fue, ante todo, un poeta católico. Su obra no se comprende sin la doctrina cristiana más férrea, y suele reflejar la satisfacción constante que le produce la seguridad de poseer la verdad, de haberla atrapado y disfrutar de ella sin reparos ni pudor. Cuando Claudel considera que su relación con André Gide ya ha obtenido un nivel aceptable de confianza, ataca sin tregua y empieza a pedirle su conversión al catolicismo.

Claudel estaba convencido de que una de sus misiones principales en la vida consistía en arrojar la luz del catolicismo sobre las pobres almas que dudaban, que tenían miedo y sufrían porque no acababan de estar seguros de que el Dios cristiano fuera la verdad absoluta, ni siquiera una verdad aceptable. Gide era todo lo contrario: inseguro, heterodoxo, variable... su lucidez extrema y su incomodidad frente al mundo le provocan hondas crisis que supera mediante la escritura, la música, los amigos, los viajes, y finalmente la confesión de su homosexualidad.
La página de “Las Cuevas del Vaticano”, donde el narrador describe la perversa atracción que le produce un candoroso chiquillo, es el desencadenante del escándalo general y la indignación de Claudel, que después de exigir el arrepentimiento de Gide y al ver que éste no hace sino reafirmarse en su postura, corta en seco la relación con el poseedor de ese defecto abominable.

La iglesia de Claudel y los defectos abominables de Gide eran extremos entre los que Gombrowicz se movía con aparente comodidad, echando mano a un ardid al que había recurrido desde su temprana juventud: la representación de los sentimientos. Pero en el caso de la correspondencia de Gide con Claudel el punto central para Gombrowicz no es la iglesia ni los defectos abominables ni la representación de los sentimientos, el punto central es el disfraz.
El disfraz, es decir, la máscara, es decir, la facha, es el archienemigo de Gombrowicz. Este contrincante impiadoso, cuyo representante más conspicuo es París, suele ser atacado por Gombrowicz oponiéndole la desnudez. Los parisinos son enemigos de la desnudez, en cambio parecen contentos disfrutando de su fealdad.

Su sensibilidad, en vez de desahogarse en la desnudez, se ha posado en los afeites; la belleza de París está puesta en las estatuas y parece que los parisinos han renunciado con alegría a la belleza joven y desnuda. La belleza que se adquiera en la madurez es incompleta, mancillada por la falta de juventud, por eso la belleza joven es una belleza desnuda, la única que no necesita avergonzarse.
La desnudez es una idea que gira alrededor de la cabeza del hombre desde hace muchos siglos. Acteón era un cazador que sorprendió a la hermosa Diana bañándose desnuda. Se quedó mirándola fascinado por su belleza, la diosa se irritó, lo convirtió en ciervo y Acteón fue devorado por sus propios perros. En “El ser y la nada”, Sartre, al que no le alcanzaban los complejos de Edipo y de inferioridad, se inventó otros dos: el de Acteón y el de Jonás.

El de Acteón está relacionado con la mirada curiosa y lasciva de la desnudez humana cuya sublimación es el origen de toda búsqueda. Para Sartre, la esencia de las relaciones humanas, incluido el amor, es una tentativa de posesionarse de la libertad del otro, de esclavizarlo. Pero esta actividad de apropiación del hombre no está relacionada solamente con las personas sino también con las cosas.
El conocimiento, en el sentido de descubrimiento de la verdad, es un cazador que sorprende una desnudez blanca y virgen, para robarla, apropiarse de ella y violarla con la mirada. El conocimiento o descubrimiento de la verdad es un modo de apropiación, es algo análogo a la posesión carnal, que nos ofrece la seductora imagen de un cuerpo desnudo que es perpetuamente poseído y perpetuamente nuevo, y en el cual la posesión no deja rastro alguno.

Casi veinte años después de la aparición de “Aurora”, de la que lamentablemente se editó un solo número, Gombrowicz confronta otra vez, ahora en los diarios, al refinamiento de las máscaras humanas con la desnudez. El relato que hace en los diarios sobre el día en que se bajó los pantalones en un restaurante de París no parece cierto –no era capaz de ponerse un traje de baño cuando iba a la playa– pero las consecuencias que saca no están del todo mal.
Estaba almorzando en un local muy distinguido a orillas del Sena conversando animadamente con gente del ambiente literario: –¡Quién es ese escritor; –Es un escritor eminente; –Sí, eminente, pero ¿quién es?; –Viene del surrealismo y se pasó al objetivismo. Gombrowicz empieza a manifestar una cierta intranquilidad

Muy bien, objetivismo, pero ¿quién es?; –Pertenece al grupo Melpomène; –No tengo nada en contra de Melpomène, pero ¿quién es?; –Una combinación de géneros: el argot con una metafísica de elementos fantásticos; –Sí, la combinación me parece bien, pero ¿quién es?; –Cuatro años atrás le concedieron el Prix St. Eustache..., y tú cómo te consideras; –Yo no soy escritor, ni miembro de nada, ni metafísico ni ensayista, soy yo mismo, libre, independiente, vivo...; –Ah, sí, eres existencialista.
Los contertulios estaban turbados con la mirada ingenua de Gombrowicz que les traspasaba la ropa, y es aquí cuando decide hacer el experimento crucial: se empieza a bajar los pantalones. “Cundió el pánico, salieron rajando por puertas y ventanas. Me quedé solo. El restaurante estaba desierto, hasta los cocineros habían huido (...)”

“Sólo entonces me di cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que pasaba..., y me quedé así, hecho un tonto, con una pernera puesta y la otra en la mano”. Los franceses caen en éxtasis si se le cita un poema de Cocteau o se les muestra un Cézanne, lo asocian con la belleza y, entonces, segregan saliva, es decir, se ponen a aplaudir. Los parisinos se ocupan de su espíritu como los campesinos de las vacas, a las que sólo hay que limpiar, ordeñar e ir luego a vender la leche.
“París es un palacio, pero los parisinos me dan la sensación de ser sólo el servicio palaciego. En París, la ciudad de los perros que segregan saliva al son de la trompeta, tuve aventuras equívocas y perversas”. Después de una comida sabrosa y de buen vino en la cabeza, Gombrowicz vio el portal entornado de un palacio magnífico.

Cuando se estaba paseando por sus salas llenas de esculturas, plafones, escudos y dorados, se le presentó una persona menuda de aspecto modesto. Supuso que era el mayordomo y le pidió que le mostrara las salas, lo que el hombre hizo muy amablemente. Al marcharse Gombrowicz se llevó la mano al bolsillo: –Oh, no, soy el príncipe, aquí mi mujer la princesa, y mi hijo el marqués, y el conde, y el vizconde.
Pensaba cómo huir de este mundo artificioso mirando las estatuas de París, y de pronto vio al Acteón de mármol que huía de sus propios perros después de haber visto a Diana desnuda. “¡Qué horror! El pecado mortal de ese joven temerario, huyendo y a punto de ser devorado, no se movía en absoluto... Y seguirá siempre así, por toda la eternidad, como un arroyo fijado por el hielo (...)”

“Y frente al pecado inmovilizado por la muerte, oí el aullido de Pavlov alejándose hasta los límites de París...¡Y los aullidos sordos de Pavlov siguieron oyéndose en la noche inmóvil!”. La desnudez es una idea que rondaba en la cabeza de Gombrowicz, una idea que se le aliaba la más de las veces con la juventud para librar su constante batalla con la forma.Gombrowicz presenta por primera vez la idea de la desnudez en “Aurora”.
Con la aparición de “Ferdydurke” Gombrowicz decide publicar una revista a la que llamó “Aurora”. Aurora formaba parte de aquellas palabras e ideas, como Poesía Pura y Perfección, que Gombrowicz detestaba. La revista era un panfleto escrito en plan humorístico, una farsa estudiantil, teatral y vulgar. En esta revista Gombrowicz hace una publicidad canina distribuida armoniosamente a lo largo de todo el texto, y sigue ejercitándose en su aspiración central: la destrucción de la forma en todas sus formas.

Para destruir la forma de la palabra Gombrowicz recurre a un relato curioso en el que un escritor escrupuloso va ajustándose estrictamente a los cánones de las palabras y termina transformando el lenguaje de los protagonistas, una señora y su mucamo, en un griterío incompresible de gallinas. La majestad rotunda del cuerpo vestido era un gran enemigo de Gombrowicz.
Las partes del cuerpo que aparecen en “Ferdydurke”, entre las que reina el culo, deben ser desacreditadas, y no hay recurso al que no eche mano en esta novela para conseguir este propósito. En “Aurora” se vale de un pequeño número teatral para mostrar qué cosas ocurren cuando la majestad de un cuerpo vestido decide desnudarse. La acción se desarrolla en un banquete muy distinguido entre dos personajes: el Orador y el Público.

El Orador: L’eternel sourire dans lequel la grace et l’ingence... (y se quita la corbata).
El Público: algo extrañado.
El Orador: La clarte de la pensee et l’insuperable exprit de la mesure... (y se quita los zapatos).
El Público: más extrañado.
El Orador: L’elegance exquise et le charme... (y se quita el saco)
El Público: muy extrañado.
El Orador: La distinction, le tact et la finesse unies au bon gout... (y se quita los pantalones).
El Público: se levanta.
El Orador: La cravate, le veston, les bottines et les pantalons... (y se quita todo lo demás). Telón.



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